ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.28833

ECONOMÍA DE LA EDUCACIÓN Y PEDAGOGÍA LABORAL: NUEVOS CONTEXTOS DE REFLEXIÓN Y ACTUACIÓN

Economics of Education and Labour Pedagogy: New Contexts for Reflection and Action

Manuel MORALES VALERO* y Carolina FERNÁNDEZ-SALINERO MIGUEL**
*Universidad de Málaga. España.
mmoralesvalero@uma.es; https://orcid.org/0000-0001-6155-2800
**Universidad Complutense de Madrid. España.
cfernand@edu.ucm.es; https://orcid.org/0000-0003-3478-9049

Fecha de recepción: 22/04/2022
Fecha de aceptación: 21/07/2022
Fecha de publicación en línea: 01/01/2023

Cómo citar este artículo: Morales Valero, M., y Fernández-Salinero Miguel, C. (2023). Economía de la Educación y Pedagogía Laboral: nuevos contextos de reflexión y actuación. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(1), 207-224. https://doi.org/10.14201/teri.28833

RESUMEN

El presente artículo tiene como principal objetivo el de ampliar los ámbitos teóricos y prácticos de actuación de los y las profesionales de la pedagogía en el contexto universitario español. Para ello, se realiza un análisis sobre las principales características y condicionantes del actual modelo socioeconómico basado en una sociedad y economía del conocimiento desde un punto de vista individual y organizativo. Se describen las formas de organización del trabajo y sus repercusiones laborales en los distintos modelos de producción surgidos a lo largo del siglo XX en España: el modelo agrícola, el industrial y el posfordista. Se analizan las respuestas ofrecidas desde el sistema educativo para adaptar la fuerza de trabajo a estos nuevos requerimientos desde los tres contextos clásicos de aprendizaje: el formal, el no formal y el informal. Desde el punto de vista formal, se apunta especialmente a la incorporación del concepto de competencia profesional y la apuesta por las metodologías activas de aprendizaje. No obstante, es desde una perspectiva no formal, y sobre todo informal, donde se centra nuestro interés y reflexión como uno de los contextos de aprendizaje más relevantes y pertinentes no solo para responder a las actuales demandas del sistema productivo, sino también para ampliar el espectro profesionalizador de los futuros egresados/as en pedagogía. Finalizamos señalando la necesidad de ampliar los ámbitos teóricos y prácticos de actuación de la pedagogía hacia contextos no formales así cómo informales de aprendizaje en tanto, sobre todo este último, suponen un prometedor campo de investigación y de profesionalización para los/as graduados/as en pedagogía.

Palabras clave: educación y empleo; aprendizaje informal; estructura del conocimiento; economía de la educación; desarrollo de recursos humanos.

ABSTRACT

The main objective of this article is to expand the theoretical and practical fields of action of pedagogy professionals in the context of Spanish university. An analysis is carried out on the main characteristics and conditions of the current socio-economic model based on a knowledge and economy society from an individual and organizational point of view. The forms of work organization and their labour repercussions on the different production models that emerged throughout the twentieth century in Spain are described: the agricultural, the industrial and the post-fordist model. The responses offered by the educational system to adapt the workforce to these new requirements are analysed from the three classic learning contexts: formal, non-formal and informal. From the formal point of view, special attention is paid to the incorporation of the concept of professional competence and the commitment to active learning methodologies. However, it is from a non-formal perspective and, above all, informal where our interest and reflection is focused as one of the most relevant and pertinent learning contexts not only to respond to the current demands of the productive system, but also to expand the professionalizing spectrum of future graduates in pedagogy. We conclude by pointing out the need to expand the theoretical and practical fields of action of pedagogy towards non-formal as well as informal learning contexts, since, especially the latter, they represent a promising field of research and professionalization for graduates in pedagogy.

Keywords: education and employment; informal learning; structure of knowledge; economics of education; human resources development.

1. INTRODUCCIÓN, OBJETIVOS Y METODOLOGÍA

Aunque existen otras definiciones afines, por su pertinencia para los objetivos de este texto, podemos decir que la economía de la educación es la ciencia social encargada de estudiar las relaciones existentes entre el sistema educativo y la estructura económica, haciendo especial hincapié en comprender las interrelaciones entre el modelo de desarrollo socioeconómico de un determinado territorio y las reacciones de su sistema educativo (Mora, 1990). En este sentido, aunque su incorporación como asignatura dentro de los planes de estudio de pedagogía ha tenido un desarrollo dispar en la universidad española, podemos indicar que la educación y el mercado de trabajo es una de sus principales áreas de proyección (Pineda-Herrero, 2000; Salas, 2008), tratándose de una disciplina clave para el desarrollo profesional del alumnado de pedagogía (Fermoso, 1997).

Por su parte, la Pedagogía Laboral podemos conceptualizarla como una disciplina de las ciencias de la educación que combina la teorización substantiva (explicativa e interpretativa) y normativa. Sirve asimismo para el desarrollo del mundo productivo, aportando lo necesario para que el individuo trabaje según sus aptitudes y para que el esfuerzo laboral no vaya en contra de las exigencias del ser humano, concediéndole un alto grado de satisfacción. Su objetivo fundamental consistiría en analizar y optimizar los procesos de enseñanza-aprendizaje relacionados con la adquisición y desarrollo de las competencias necesarias para el adecuado desempeño de la actividad laboral (Fernández-Salinero y De La Riva, 2016). Su integración en los planes de estudio de las universidades españolas ha sido también diversa, no existiendo consenso en lo que respecta a su consideración como una materia obligatoria u optativa.

A continuación, pretendemos reflexionar acerca de la naturaleza del modelo de desarrollo socioeconómico hegemónico en las actuales sociedades occidentales, así como sobre la respuesta ofrecida desde el sistema educativo español en tanto todo modelo de desarrollo necesita de la conformación de un modelo ideal de trabajador/a. Así, nuestro objetivo principal es el de ampliar los horizontes del campo de estudio de la pedagogía, identificando a su vez, nuevas posibilidades para el desarrollo profesional de sus egresados/as ya que, desde nuestro punto de vista, no se les ha venido prestando la suficiente atención entre otras cuestiones por el centralismo que ha ocupado en la disciplina las formas institucionalizadas de aprendizaje y educación en contraposición a sus formas más «fluidas» y «líquidas»: los aprendizajes informales.

Para ello desarrollamos un proceso autorreflexivo conjunto donde, a lo largo de cuatro sesiones presenciales sucedidas en un mes de trabajo, recogimos información y analizamos los incidentes críticos más relevantes (Contreras et al., 2010) -desde el punto de vista del contenido- a lo largo de nuestra experiencia profesional como docentes dentro del grado en pedagogía en materias relacionadas con la Economía de la Educación y la Pedagogía Laboral. Este ejercicio de carácter autobiográfico-reflexivo (Menna y Bolívar, 2014) se ha sustentado epistemológicamente en los postulados propios de la investigación cualitativa propuestos por Esther Wiesenfeld (2000). Así, el principal instrumento de recogida de información hemos sido los/as propios investigadores/as y la herramienta para el análisis de la información ha sido la propia escritura (y reescritura constante), herramienta cuyo uso reivindicamos en sí misma como proceso de análisis (y construcción) de la realidad, es decir, como proceso de pensamiento activo y consciente (Samuel-Lajeunesse, 2007; Menna y Bolívar, 2014). De igual modo, llevamos a cabo en paralelo un proceso de análisis bibliográfico-documental (Vallés, 1999) que nos ha permitido de alguna forma triangular nuestras aportaciones haciéndolas dialogar intertextualmente con otras investigaciones. Los resultados y (posibles) conclusiones, se exponen en los siguientes apartados.

2. UN MODELO DE DESARROLLO BASADO EN EL CONOCIMIENTO

Existe cierto consenso en describir a las actuales sociedades y economías como del conocimiento, en tanto transición lógica de las tradicionales sociedades agrícolas a los modelos más avanzados del «workfare State schumpeteriano-posfordista» (Garrido, 2018).

Así, en las sociedades agrícolas, la cualificación necesaria para desarrollar un trabajo se adquiría básicamente por socialización dentro del mismo núcleo familiar (o bien en el pueblo o aldea cercanos) en base a un sistema de valores anclado en la tradición, la costumbre, la sumisión a la jerarquía y la autoridad (Puelles, 2004). El Estado no se involucraba ni regulaba las enseñanzas profesionales de estos trabajadores, siendo las familias y los gremios los encargados de esta función. La información de una generación a otra se realizaba sin mediar ningún tipo de soporte ni tecnología más allá de la propia socialización familiar a través de la cultura oral. No obstante, el grosso de los trabajos requeridos en estas economías agrícolas eran, por lo menos en España, de mera subsistencia familiar. Asimismo, nos estamos refiriendo a un contexto donde la mayoría de las transacciones se realizaban a través de trueques o intercambios de forma que el uso del dinero era escaso y solo se utilizaba para algunas pocas cosas que no se podían conseguir sin su intermediación. Es decir, el trabajo (o más bien el empleo) por cuenta ajena a cambio de cierta remuneración económica no era tan central como lo es hoy en día.

Paulatinamente, ya a mediados del siglo pasado, se comienza a abandonar el trabajo agrícola (por lo menos en la forma descrita) y comienzan a surgir los empleos. El nuevo contexto de desarrollo socioeconómico emergente se caracterizó por una gran estabilidad de la demanda tanto en términos de cantidad como de calidad y/o diseño. De lo que se trataba era de satisfacer, de la forma más rápida, eficaz y eficiente posible, a una incipiente demanda dispuesta a adquirir nuevos productos fruto del auge tecnológico y económico de aquellos tiempos.

A partir de entonces, el fenómeno organizacional cobra un mayor protagonismo siendo el más importante de nuestro tiempo toda vez que estructura la práctica mayoría de las relaciones laborales y determina en gran medida tanto las relaciones sociales, como la propia configuración individual de los sujetos (Martín-Quirós y Zarco, 2009). Así, se ha llegado a hablar de sociedad organizada o sociedad de organizaciones (Ibídem).

A este respecto, es preciso tener presente este fenómeno sociohistórico para comprender la configuración del trabajo a lo largo del siglo XX, conforme las sociedades agrícolas iban desapareciendo, o por lo menos, en su forma no organizada. Si bien, al haberse abordado desde distintas disciplinas, no existe un consenso unívoco a la hora de entender, gestionar y aproximarse al concepto organizacional, nos parece importante apuntar algunas de sus características más definitorias tales como su consideración como un sistema social relativamente permanente en torno a unos objetivos y metas capaz de satisfacer a sus miembros internos y externos (Rodríguez et al., 2004).

Los medios de producción se organizaron de acuerdo con las lógicas fordistas, con su consecuente nuevo modelo de trabajador/a. Así, las organizaciones se concebían desde una filosofía eminentemente racionalista donde el sujeto trabajador/a se consideraba como un actor pasivo y apolítico, concebido para el acatamiento directo de ordenes sin cuestionar la autoridad y sin ejercer ningún tipo de autonomía e influencia en los procesos productivos (Martín-Quirós y Zarco, 2009). De lo que se trataba era de lograr su especialización en las nuevas necesidades industriales, es decir, debían de ser capaces de hacer unas pocas cosas, pero hacerlas de forma eficaz y eficiente hasta prácticamente su jubilación. Es en un contexto como este donde tiene sentido un sistema educativo basado en la transmisión de un conocimiento, más o menos estable, por dos motivos distintos. En primer lugar, porque este conocimiento, una vez adaptado a los requerimientos de las nuevas industrias era prácticamente inalterable durante décadas. En segundo lugar, porque la tecnología que permitía una transmisión más efectiva del conocimiento no estaba todavía implantada.

El proceso de transformación socioeconómica que hizo posible el tránsito de dichas sociedades agrícolas a las industriales fue lento y progresivo en España, no llegando a culminarse hasta el último tercio del siglo XX. Unos de sus efectos más palpables, cuyas consecuencias se han lastrado hasta la actualidad, es el fenómeno de la despoblación o España vaciada, fruto del éxodo masivo de la población rural hacia las grandes ciudades. No obstante, la explicación de este hecho no es simple ni unicausal, debiendo de tenerse en consideración distintas variables, más allá de la concentración de la industria en los entornos urbanos, como la transición demográfica, el cambio agrario, la evolución del sector no agrario, las transformaciones en los estilos de vida y las políticas estatales (Collantes y Pinilla, 2019); si bien, más allá de sus causas y ciñéndonos a los objetivos de este texto, nos interesa destacar cómo el progreso económico de la España del tardo-franquismo condujo a una importante movilidad sectorial de la mano de obra.

De este modo, el sistema educativo español tuvo que reaccionar para cualificar (o más bien recualificar) a esta mano de obra procedente de los entornos rurales. Así, al amparo de las teorías desarrollistas de los años 60 basadas en el capital humano (Martínez-Usarralde, 2009) y contando con el impulso de organismos internacionales tales como la OCDE (a través del Programa Regional Mediterráneo), la UNESCO o el Banco Mundial, entre otros (Delgado, 2020), se procedió a la modernización y renovación del sistema educativo para adecuarse a los nuevos imperativos de la producción. Nos encontramos en la época dorada de la Economía de la Educación, donde las decisiones educativas se encontraban, en gran medida, condicionadas por los postulados clásicos-neoclásicos de la economía, el marco referencial de la teoría del capital humano (Moreno, 1998).

La respuesta gubernamental más contundente ante esta situación vino de manos de la formación profesional. De hecho, fue en estos años cuando surge la Ley de Formación Profesional Industrial de 1955 como respuesta del gobierno español tanto a los cambios del sistema productivo, como a la necesidad de ordenar las enseñanzas propias de la formación profesional (Martínez-Usarralde, 2015). Si bien fue esta una Ley pionera en cuanto a la necesidad del establecimiento de funciones entre los centros de enseñanza, los interlocutores sociales y las empresas, no fue hasta la Ley General de Educación de 1970 cuando la formación profesional pasa a formar parte del sistema educativo ordinario en un intento por revalorizar la formación profesional. No obstante, este objetivo no se consiguió en tanto que se creó una «doble red» con dos estatus sociales distintos (Brunet y Zavaro, 2017).

Así, no sería hasta los años 70 cuando se puso en cuestión este modelo económico-productivo con el surgimiento del «workfare State schumpeteriano-posfordista» (Garrido, 2018), es decir, la denominada sociedad postindustrial o postfordista. Este nuevo modelo ha tenido amplias repercusiones para la conceptualización del trabajo y del/la trabajador/a: la incipiente flexibilidad laboral, inseguridad, hogarización del trabajo, terciarización de la mano de obra, importancia de la logística, relaciones mercantiles en lugar de laborales, etc. En general, toda una serie de cambios que vienen a reconfigurar la gramática espaciotemporal de la experiencia de trabajo (Ibídem). Ya no es igual ni el tiempo (jornada laboral vs. tiempo libre, organización de la jornada de trabajo, construcción de un proyecto vital), ni el espacio de trabajo (indiferenciación fábrica-oficina o espacio de trabajo y de no-trabajo).

Sus consecuencias han sido tanto organizacionales como personales. Los entornos organizacionales han pasado de ser rígidos y jerarquizados, donde el sujeto-trabajador era una pieza más de la maquinaria industrial, a ser concebidos, desde las teorías organizacionales surgidas en la década de 1970, como el resultado de las percepciones y creencias de sus grupos de interés a través de los distintos procesos de interacción social en que participan. Un lugar donde los trabajadores/as ya no se consideran como agentes pasivos, sino capaces de interactuar y modificar la propia organización (Martín-Quirós y Zarco, 2009; Quijano, 2006).

Aparece, por consiguiente, un nuevo modelo de trabajador/a, el trabajador/a posfordista. Se trata de un trabajador/a que debe de forjar su identidad como tal en un contexto de crisis del capitalismo y del trabajo. Ya no existe el trabajo estable para toda la vida excepto para algunas pocas personas afortunadas. La gran mayoría se encuentra con un mercado laboral polarizado, altamente competitivo y en continuo cambio, donde muchas veces ya no se compite por los salarios, sino por los puestos de trabajo tal y como sugerían los institucionalistas (Moreno, 1998). De ahí el que la cualificación cada vez cuente más a la hora de acceder a un empleo, aunque este muchas veces no sea el mejor ni el que más se adecúe a nuestros intereses (Fernández-Enguita, 2016a). Además, tendrán que hacer frente a las nuevas demandas de los mercados como por ejemplo afrontar acontecimientos y situaciones imprevistas, tomar iniciativas, responder de manera pertinente y adecuada, ser responsables y autónomos, movilizar recursos, desarrollar la capacidad de relación y de comunicación, aceptar trabajar conjuntamente con un objetivo común, incrementar el manejo y destreza de las nuevas tecnologías, evaluar los efectos de las propias decisiones, adoptar una lógica orientada hacia los demás, desarrollar la capacidad de empatía, escuchar y comprender las necesidades del otro, promover la autonomía y la capacidad de iniciativa, así como buscar soluciones adecuadas, entre otras (Lorente, 2012).

Al fin y al cabo, la necesidad de flexibilización, organizacional e individual, en los nuevos mercados posfordistas caracterizados por una demanda volátil y caprichosa, ha terminado influyendo inevitablemente en la conformación de la propia identidad de los sujetos-trabajadores toda vez que se han socavado valores tales como la permanencia, la confianza en los otros, la integridad y el compromiso (Sennett, 2006). Así, aunque el trabajo sigue siendo un elemento crucial desde el cual dar sentido a nuestra existencia, sus nuevas formas posfordistas como trabajadores/as individuales no dejan de generar un aumento de numerosas patologías psicológicas (Gómez y Patiño y Meneses, 2010).

En este contexto sociohistórico (igualmente en los años 70) se gesta la idea del aprendizaje permanente como respuesta a la crisis de la educación. Reaparece con fuerza en los 90 con la principal preocupación de la lucha contra el desempleo y la mejora de la cualificación de las profesiones (García-Garrido y Egido-Gálvez, 2006), es decir, ligada a las demandas del mercado de trabajo. Esta circunstancia ha sido criticada por muchos debido a su orientación neoliberal al colocar de alguna forma a los sistemas educativos al servicio de los requerimientos de los entornos laborales. Fernández-Liria et al. (2017) denuncian este hecho con bastante fuerza. No obstante, más allá del debate sobre si en el desarrollo personal debe primar una necesidad económica o social, lo que está claro es que el aprendizaje permanente, o el aprendizaje a lo largo de toda la vida, apuesta preferentemente por la adaptación y readaptación constantes de la fuerza laboral a los mercados de trabajo en los actuales entornos económicos posfordistas.

Es importante destacar varias cuestiones al amparo de estas ideas acerca de cómo se producen los aprendizajes: el tiempo, el lugar y la forma. Con respecto al tiempo, ya no existe un tiempo claramente diferenciado para aprender y para trabajar, sino que podría considerarse la vida como un proceso siempre inacabado de aprendizaje. En cuanto al lugar, en una sociedad que se define como “del aprendizaje”, la institución escolar no es el único (ni muchas veces el mejor) contexto de aprendizaje. Así, podemos decir que existe un consenso cada vez mayor en considerar la existencia de una gran variedad de lugares para el aprendizaje pertenecientes a contextos no solo formales y no formales, sino también informales. Estos últimos cuentan, a su vez, con un creciente reconocimiento (Belando, 2017). Por último, en cuanto a la forma, se está de acuerdo en que debe de ser el alumnado el centro de los procesos de enseñanza-aprendizaje y estos, además, han de estar basados en las habilidades (Fernández-Liria et al., 2017), en la adquisición de competencias, de ahí que las metodologías activas de aprendizaje cobren cada vez un mayor protagonismo (Orden ECD/65/2015).

Podría decirse que, de forma paralela al debate sobre el aprendizaje permanente, aparece el concepto de la “competencia profesional”. Se trata este, de un término con un claro origen empresarial en tanto que aparece con fuerza en los años 70 y 80 como respuesta a los cambios económicos del siglo pasado, esto es: la transición de una economía industrial a otra basada en el conocimiento (Lorente, 2012). No obstante, encierra una gran indeterminación conceptual, haciendo, por tanto, difícil su medición y gestión no solo en el ámbito empresarial (García-Sáiz, 2011), sino también educativo (Tejada y Ruíz, 2016; Gimeno, 2008).

De un modo u otro, existe cierto consenso en el ámbito empresarial en entender las competencias como aquel conjunto de conocimientos (saber), habilidades (saber hacer), actitudes (saber estar) y motivaciones (querer hacer) (Pereda y Berrocal, 1999; 2001), siendo las habilidades una de las características más valoradas de las personas. Igualmente, podemos entender el origen de las competencias como la respuesta ofrecida desde la gestión de los recursos humanos en las organizaciones para hacer frente a la crisis económica de estos años. Así, como indicamos, no puede decirse que se trate de un término neutral, sino que de alguna forma encierra la necesidad de adaptación de un nuevo modelo de trabajador/a que ahora ha de ser flexible, moldeable, capaz de adaptarse a los caprichos del mercado en todo momento, desaprendiendo cuando sea necesario (destrucción creativa) para aprender a aprender en un ciclo siempre inacabado.

En definitiva, el aprendizaje a lo largo de toda la vida tiene especial relevancia en un contexto educativo marcado por las competencias profesionales, ya que no todas las competencias relevantes pueden ser proporcionadas durante la educación inicial, de ahí el importante papel de los sistemas educativo-formativos (Lorente, 2012).

En este sentido, el proceso de terciarización de la economía al que aludíamos fue más incipiente en la década de los años 70 y 80 del siglo pasado, conllevando el paso de una economía basada en la agricultura o en la industria a otra basada en la prestación de servicios. Asimismo, este proceso se aceleró con el desarrollo de la sociedad de la información, lo que algunos han denominado tercera revolución industrial (Fernández-Enguita, 2016a). Desde el punto de vista organizacional, esto supuso la pérdida de peso de los activos tangibles como principales elementos de competitividad, pasando a ocupar los denominados como activos intangibles la principal preocupación a la hora de garantizar la supervivencia de las organizaciones.

Es en este contexto en el que toma forma la teoría de los recursos y capacidades (Barney, 1991), viniendo a decir que todas las organizaciones son diferentes entre sí en tanto disponen de una distribución de recursos y capacidades distintas que son las que las hacen sobrevivir en entornos económicos inestables marcados por dicha terciarización de la economía. Entre estos recursos y capacidades se diferencian los tangibles (materiales, tecnológicos y físicos) y los intangibles (calidad y cantidad del capital humano disponible, grado de utilización de la información, grado de gestión del conocimiento, etc.) (Cuervo et al., 2021), tomando estos últimos una especial relevancia desde entonces como alternativa contable que reflejaba muchas veces más el valor de una empresa que los tradicionales activos tangibles. En este sentido, el término «activos intangibles» suele ser utilizados como sinónimo de «activos del conocimiento» o del conocido como «capital intelectual», en función de la tradición disciplinar adoptada: contable, económica o empresarial, respectivamente (Lev, 2001). Desde nuestro punto de vista, es más pertinente la utilización del concepto «capital intelectual» ya que nos remite directamente a su gestión, que es lo que nos interesa, al fin y al cabo, desde el punto de vista de la pedagogía. Las dimensiones clásicas del capital intelectual son, a su vez, el capital humano (aquel que reside en los miembros de la organización), el capital estructural (aquel que reside en los diferentes procesos organizacionales) y el capital relacional (el valor de las relaciones de la empresa con los grupos de interés que la sostienen) (Sánchez et al., 2007). En este sentido, resulta curiosa la similitud entre el capital relacional y el capital social, siendo este último uno de los determinantes del éxito educativo ya desde el informe Coleman (Fernández-Enguita, 2016b; Bolívar, 2006).

En resumidas cuentas, podemos decir que el conocimiento puede considerarse como el principal activo (intangible) de las organizaciones, y que opera, sobre todo, aunque no exclusivamente, en el sector servicios, siendo el capital intelectual la estructura básica que utiliza la organización para su búsqueda (Bontis, 1998). Aunque no existe una definición unánime (Segarra y Bou, 2004), desde un enfoque constructivista (Salmador, 2004) podemos decir a grandes rasgos que se trata de la capacidad de una organización para transformar los datos (inputs) en información (proceso) usable para ofrecer soluciones concretas a sus problemas, sean estos de la índole que sean. Esto quiere decir que la información en sí misma no puede considerarse como conocimiento (output).

Por otro lado, es importante aclarar que se produce no solo a nivel individual, sino también colectivo, encontrándose en distintos lugares de la organización. Del mismo modo, su naturaleza es activa y, por tanto, subjetiva (Nonaka y Takeuchi, 1995), lo que nos remite, a su vez, a una epistemología conectiva del mismo donde se entiende que el conocimiento se basa en las distintas relaciones dialógicas que se producen en la organización, tratándose la verdad como una negociación colectiva (Salmador, 2004 y Segarra y Bou, 2004).

Esta capacidad para construir conocimiento conformó la teoría del aprendizaje organizacional, llegando a afirmarse que la principal ventaja competitiva de las organizaciones es su habilidad para aprender más rápido que la competencia (Crossan et al., 1995). Igualmente se apunta cómo las organizaciones con más posibilidades de sobrevivir hoy en día son las denominadas «organizaciones que aprenden» u «organizaciones inteligentes». En este sentido, es muy relevante la obra del gurú del management Peter Senge (2012) que, además, ha llevado sus ideas al ámbito de la educación institucionalizada (Senge et al. 2006). Así, se trata de aquellas organizaciones que hacen propia la “cultura del aprendizaje permanente” y que son capaces de construir el conocimiento necesario para responder con mayor efectividad y eficacia a los requerimientos de entornos altamente competitivos.

3. LA RESPUESTA FORMAL: COMPETENCIAS Y METODOLOGÍAS ACTIVAS

Desde el mundo de la educación, sabemos muy bien que las formas de lograr los aprendizajes han cambiado, porque ha cambiado la naturaleza misma de la información y su consiguiente transformación en conocimiento. Así, mientras en las sociedades agrícolas y fordistas dicho conocimiento podría entenderse como algo estático y perdurable a lo largo de décadas, en la actualidad los conocimientos son cambiantes, activos y subjetivos como apuntaron Nonaka y Takeuchi (1995).

De este modo, los procesos de cambio señalados en el último cuarto del siglo pasado (el aprendizaje permanente, las competencias profesionales y la necesidad de transformación de una sociedad de la información a otra del conocimiento) han terminado impactando en las reformas educativas acaecidas desde los años 90 hasta la actualidad. En este sentido, el sistema educativo ha respondido a las demandas del mercado laboral incorporando el discurso de las competencias en su seno (Bolívar, 2008; Gimeno, 2008). Si bien, no se encuentra entre nuestros objetivos el ofrecer un análisis pormenorizado de la naturaleza de estos cambios, sí que hemos de destacar que ha sido desde la formación profesional, en los ámbitos educativo y laboral, desde donde, como no podía ser de otra manera, se han realizado los mayores esfuerzos en este sentido (Lorente, 2012; Luzón y Torres, 2013). Destacamos, a este respecto, la reforma iniciada en 2002 con la creación del SNCFP (Sistema Nacional de Cualificaciones y Formación Profesional), armonizando las ofertas de formación profesional en los ámbitos educativo y laboral con la creación del Catálogo Nacional de Cualificaciones Profesionales. Del mismo modo, es destacable la recién aprobada Ley Orgánica 3/2022, de 31 de marzo, de Ordenación e Integración de la Formación Profesional en tanto promete avances y mejoras en el mismo sentido.

No obstante, como decíamos, la incorporación de este discurso de las competencias trajo consigo una apuesta por un cambio metodológico importante: el uso de metodologías activas de enseñanza, hecho que queda patente en la Orden ECD/65/2015 donde, además de establecer las competencias clave del sistema educativo español, se recomienda la utilización de toda una serie de estrategias metodológicas para su adquisición, concebidas como el conjunto de situaciones y actuaciones que los y las docentes prepararán y llevarán a cabo durante el proceso educativo para conseguir que sus destinatarios y destinatarias alcancen las competencias requeridas. Deben apoyarse en propuestas metodológicas concretas, las cuales deben precisarse en metodologías o formas de organizar los recursos y presentar el contenido para alcanzar los objetivos planteados, y estas, a su vez, en técnicas, que son planteamientos que llevan a la práctica las metodologías y están definidas por normas de implementación (Bernal et al., 2019).

De este modo, toda vez que se pone al alumnado en el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje, la transmisión de contenidos pierde centralidad pasando a ocupar un papel preponderante el desarrollo de habilidades, no sin duras críticas desde algunos sectores (Fernández-Liria et al., 2017; Prats et al., 2016).

4. LA RESPUESTA NO FORMAL E INFORMAL

No obstante, más allá de los esfuerzos desarrollados desde el sistema educativo formal por potenciar el desarrollo de las competencias, es un hecho manifiesto el que dichas competencias profesionales no se adquieren, como apuntábamos, en un único tiempo, lugar y forma, sino en múltiples (Lévy-Leboyer, 2003). Podría decirse que esta idea, que no es nueva, se encuentra detrás de la crisis de la escuela (y de sus fines) como institución, tal y como la ha descrito Fernández-Enguita (2016a). Es decir, en una sociedad del aprendizaje marcada por un entorno digital, la escuela ya no ocupa necesariamente el primer lugar como agente educativo, sino que muchas veces son otras las razones por las que no pierde público: la función de custodia y el credencialismo, por ejemplo. En el mismo sentido, más que hablar de crisis de la institución en sí misma, sería más adecuado hablar de un proceso general de extitucionalización (Tirado y Domènech, 2001) que afecta, además, a la práctica mayoría de las instituciones hegemónicas contemporáneas. Así, por ejemplo, las prácticas educativas formales tienden a expandirse, ampliarse, tornándose difusas y flexibles, es decir, transgrediendo los muros de la institución, si bien con mayor o menor énfasis en función de la etapa educativa de la que estemos hablando (insistimos, no podemos olvidar la importante función de custodia que sostiene la escuela). Es precisamente en este contexto de crisis de sus fines y medios donde su papel como agente transmisor de la información queda en entredicho debido al entorno tecnológico donde proliferan toda una serie de pedagogías emergentes (Prats et al., 2016), o líquidas (Laudo, 2015; Igelmo y Laudo, 2017), con diferentes bagajes teóricos y con diferentes grados de críticas a la institucionalización de la educación.

Como hemos descrito, la respuesta adaptativa de los sistemas educativos a la necesidad de convertir las economías tradicionales en auténticas economías del conocimiento ha sido más clara desde el ámbito de la Formación Profesional. Pero, como apuntábamos, la educación formal es solo un contexto de aprendizaje, de modo que habría que plantearse en qué medida los contextos de aprendizaje no formales e informales aportan hacia la consecución de este mismo objetivo.

Así, desde el punto de vista no formal venimos asistiendo en las últimas décadas a toda una explosión de acciones de formación continua de distinta índole desarrolladas desde organizaciones con intereses diversos. Efectivamente, la formación continua es un contexto de aprendizaje ampliamente conocido y reconocido desde los ámbitos académico y profesional (Bernal et al., 2019; Díaz y Rodríguez, 2003). No obstante, son, desde nuestro punto de vista, los aprendizajes informales, los más relevantes a la hora de provocar aprendizajes significativos, duraderos y, sobre todo, adecuados para la construcción de dicha sociedad y economía del conocimiento. En este caso, también el sistema de formación profesional español, así como los europeos, reconocen la importancia de la experiencia laboral como sistema efectivo para la adquisición de competencias profesionales (Choy et al., 2018; Cedefop, 2019).

Sin embargo, mientras que no suele existir dificultad alguna en caracterizar aquellos aprendizajes circunscritos en entornos formales y no formales, para los informales, difusos, espontáneos o incidentales (Álvarez, 2004), siempre ha existido cierta duda acerca de su legitimidad desde el punto de vista educativo en función de la existencia o no de intencionalidad en los mismos. Además, se reconoce la existencia de cierta dificultad a la hora de identificar los ámbitos en los que aparece la educación informal (Ibídem). Es posible que esta dificultad sea debida a la escasa tradición académica que, desde el mundo de la educación, se le ha venido prestando a estos procesos desde hace décadas, si bien, existe en la actualidad un renovado interés por conocer la contribución de los distintos contextos de aprendizaje al conocimiento (familia, trabajo, formas no escolares de educación, etc.), así como sus interrelaciones (Rodríguez, 2018). En este sentido, y desde el ámbito organizacional, estamos de acuerdo con la distinción propuesta por Marsick et al. (2015) sobre aprendizaje informal e incidental, señalando al primero como aquel que efectivamente se puede gestionar intencionalmente para producir aprendizajes. Efectivamente, consideramos que este tipo de aprendizajes sí que pueden ser conscientes e intencionados, existiendo educadores y educandos con roles claramente diferenciados (aunque estos se intercambien constantemente). Así, son múltiples los ejemplos de aprendizajes informales organizados conscientemente, es decir, que pueden gestionarse y que pueden situarse en distintos contextos organizacionales. Nos referimos a actividades tales como el outdoor training, los distintos procesos de desarrollo de recursos humanos (planes de carrera, gestión del desempeño, gestión por competencias, etc.), los procesos de mentorización o coaching, etc. De un modo u otro, es un hecho constatado cómo el aprendizaje informal es una práctica común y diaria en las organizaciones, cuyas formas de implementación, así como su evaluación, constituyen una fructífera línea de investigación (Pineda-Herrero et al., 2017).

5. A MODO DE CONCLUSIÓN: NUEVAS OPORTUNIDADES LABORALES PARA EL PROFESIONAL DE LA PEDAGOGÍA. UN PROBLEMA DE CONTEXTO

Nuestra anterior reflexión trata de poner en valor el papel de la pedagogía en la construcción de las sociedades y economías del conocimiento. De este modo, nos hemos centrado en el ámbito organizacional ya que es la forma más común y pertinente para la construcción, distribución y utilización de dicho conocimiento.

Igualmente, hemos hecho especial hincapié en sus diferentes formas de adquisición, destacando la importancia que se debe de prestar a su generación en contextos informales. Es decir, hasta el momento, la pedagogía se ha venido ocupando, casi en exclusiva, de los fenómenos educativos en su forma institucionalizada dentro de los sistemas educativos formales, si bien, estamos de acuerdo con Rodríguez (2018) en que los distintos ámbitos y tipos de aprendizaje (tácitos o explícitos) suponen más una distinción teórica que real en tanto, en la práctica, se entremezclan de forma difusa. Así, pensamos que la gestión de estos contextos informales de aprendizaje supone, por un lado, uno de los principales retos para la construcción de las economías del conocimiento y, por otro, un amplio espectro de desarrollo profesional para los futuros graduados y graduadas en pedagogía.

Gestionar el aprendizaje informal no es otra cosa que desarrollar los activos intangibles en entornos organizacionales, o lo que es lo mismo: su capital intelectual. De este modo, consideramos necesario expandir los ámbitos de actuación de los estudios educativos a otros contextos. Siguiendo los componentes clásicos del capital intelectual nos referimos en primer lugar, a la gestión del capital humano, es decir, a lo que se viene conociendo como gestión de recursos humanos, formación y desarrollo profesional. Dentro de este primer ámbito nos encontramos con funciones tales como reclutamiento y selección, píldoras de formación, moocs, coaching, mentoring, aprendizaje electrónico, gestión por competencias, planificación de la carrera profesional, gestión del desempeño etc. En segundo lugar, como principales funciones dentro del desarrollo del capital organizacional o estructural en las organizaciones, nos podemos referir, por ejemplo, a las comunidades de práctica o comunidades de aprendizaje. Por último, con respecto al desarrollo del capital relacional o social, podemos identificar la creación de redes de contacto a través de CRM (Customer Relationship Management), los procesos de reputación organizacional a través de las redes sociales, la RSC (Responsabilidad Social Corporativa), etc.

En definitiva, de lo que se trata es de enfatizar la capacidad de la pedagogía para gestionar conocimiento (indistintamente de su contexto de creación) y lograr que toda organización o territorio (en tanto macro-organización) pueda llegar a convertirse en una organización y/o territorio inteligente (Morales-Valero, 2020; Vélez, 2008).

La cualificación del/la pedagogo/a en los términos descritos, así como su inserción laboral en contextos distintos a los escolares, dependerá, en parte, de la conexión que haga la Universidad con estos contextos mediante la creación, por ejemplo, de itinerarios formativos de especialización o la creación de asignaturas específicas (Quiles-Piñar y Rekalde-Rodríguez, 2021), así como de su correcta difusión entre el propio estudiantado. No obstante, en una reciente investigación desarrollada en el grado en pedagogía de la Universidad del País Vasco, se desprende la necesidad de una mayor orientación académica y laboral desde los primeros cursos de modo que el alumnado pueda planificar, en la medida de lo posible, su carrera profesional (Altuna et al., 2021). Así, la orientación académica y profesional debe de ser reforzada estando mucho más ligada a la práctica (Ibídem).

Tanto la Economía de la Educación, como la Pedagogía Laboral (o empresarial), son dos (entre otras) de estas posibles asignaturas específicas desde las que formar a los futuros pedagogos/as en los términos descritos, si bien su desarrollo ha sido dispar (tanto en su denominación como en sus contenidos) en las diferentes universidades españolas donde se oferta el grado en pedagogía1. Además, no podemos decir que en la actualidad sean consideradas como prioritarias ya que suelen ser asignaturas optativas (aunque la asignatura Economía de la Educación fuese establecida como troncal en los planes de estudio de 1992).

Por otro lado, la creación de la AEDE (Asociación de Economía de la Educación), igualmente en 1992, tuvo entre sus finalidades la de aunar los esfuerzos investigadores tanto de los profesionales de la pedagogía como de los economistas. Se trataba de una asociación, en principio abierta a ambos colectivos, si bien la realidad es que nunca tuvo el éxito que se esperaba en este sentido estando actualmente representada básicamente por economistas, aunque en las jornadas que organizan cada año se aborden temas estrictamente pedagógicos por derecho propio.

Además de esta necesidad de orientación, desde nuestro punto de vista consideramos necesario continuar reforzando y ampliando la formación del profesional de la pedagogía (independientemente de la o las asignaturas desde las que se haga) en los términos apuntados anteriormente, si bien consideramos especialmente necesaria la ampliación de conocimiento en el ámbito de los recursos humanos, un área abordada desde múltiples disciplinas pero donde el aporte de la pedagogía como ciencia que se ocupa del desarrollo de personas ha sido hasta hoy, más bien escaso.

Del mismo modo, sería preciso seguir reforzando todas aquellas competencias transversales que forman parte de la dimensión individual de la empleabilidad del alumnado y que han sido ampliamente aceptadas por los/as empleadores/as, tales como el trabajo en equipo, la resolución de problemas (Pineda-Herrero et al., 2018) o la competencia emprendedora (Quiles-Piñar y Rekalde-Rodríguez, 2021), entre otras.

Para finalizar, podemos decir que la pedagogía ya dispone de un amplio bagaje sobre la respuesta que debe de dar la educación a los nuevos requerimientos de una sociedad y economía basadas en el conocimiento. El problema estriba en que la aplicación o transferencia de este conocimiento se realiza en un número reducido de contextos. No se trata tanto de crear un nuevo corpus de conocimiento sobre estas nuevas realidades, sino de aprovechar los conocimientos existentes para aplicarlos a nuevos entornos que en la actualidad están siendo ocupados por disciplinas dispares. Se trata, en definitiva, de reclamar el lugar propio que le corresponde a la pedagogía enriqueciendo el área y, de paso, ampliando el horizonte laboral de los futuros/as graduados/as en pedagogía.

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1. Por ejemplo, la asignatura de Economía de la Educación, mientras en la Universidad de Málaga se mantiene con esa denominación, en la Universidad de Granada pasa a denominarse “La dimensión económica de la educación y los sistemas educativos” y en la de Sevilla “Prospectiva, Planificación y Economía de la Educación”. Y, respecto a la asignatura de Pedagogía Laboral, solo las universidades de Málaga, Salamanca, Girona y Santiago de Compostela ofertan asignaturas optativas y obligatorias con la denominación de Pedagogía Laboral. La Universidad de Sevilla, además, oferta una asignatura denominada “Pedagogía Sociolaboral”, que tiene carácter obligatorio, y la Universidad de Oviedo otra, también de carácter obligatorio, denominada “Pedagogía Ocupacional y Laboral” (Fernández-Salinero y De La Riva-Picatoste, 2016).